domingo, 6 de marzo de 2011

La peste y el sueño

Composición VII. V. Kandinsky
En esta vida algunos personajes que esperan atrapar el maldito sueño están agazapados con la boca abierta, apretando sufrientes el pasar de los días. Quiero decirles una cosa. No me llevarán por más que quieran. No pueden secar mi esperanza ni mi destino. Soy un soñador, no se olviden. En los sueños nadie me atrapa, nadie me contiene. En los sueños vivo. Sólo allí,  dormitando y dormido, mi vida se vuelve vida. El resto del tiempo es la máscara que enfoca estos días en los cuales uno se pregunta si están oscuras las grutas del inconsciente ¿Una epopeya de antorcha para alumbrar historias o snorkel para bucear fastidios? En cualquiera de las respuestas siento que soy una rémora más que sigue cualquier porvenir. Sólo cuando duermo vivo. Es el momento en el que vago por las planicies del sueño. No se olviden. No aburran al tiempo con otra espera inútil. Estoy con un estado de ánimo en que pienso en La Peste de Albert Camus cuando escribe de esta manera: Rambert pasaba también largos ratos en la estación. El acceso a los andenes estaba prohibido, pero las salas de espera que se alcanzaban a ver desde el exterior seguían abiertas y algunas veces había mendigos que se instalaban allí los días de calor, porque eran sombrías y frescas. Rambert venía a leer los antiguos horarios, los carteles que prohibían escupir y el reglamento de la policía de los trenes. Después se sentaba en un rincón. La sala era oscura. Una vieja estufa de hierro colado, fría desde hacía meses, permanecía rodeada por las huellas de numerosos riegos que habían trazado ochos en el suelo. En las paredes, algunos anuncios que brindaban una vida dichosa y libre en Bandol o Cannes. Rambert encontraba allí una especie de espantosa libertad que se encuentra en el fondo del desasimiento. Las imágenes que se le hacían más penosas de llevar eran, según le decía a Rieux, las de París. Un paisaje de viejas piedras y agua, las palomas del Palais Royal, los barrios desiertos del Panteón y algunos otros lugares de una ciudad que no sabía que amaba tanto, le perseguían entonces impidiéndole hacer nada útil. Rieux pensaba que estaba identificando aquellas imágenes con las de su amor. Y el día que Rambert le contó que le gustaba despertarse a las cuatro de la mañana y ponerse a pensar en su ciudad, el doctor tradujo con facilidad, según su propia experiencia, que lo que le gustaba de imaginar era la mujer que había dejado allí. Ésta era, en efecto, la hora en que podía apoderarse de ella. En general, hasta las cuatro de la mañana no se hace nada y se duerme aunque la noche haya sido una noche de traición. Sí, se duerme a esa hora y esto tranquiliza, puesto que el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo pueda terminar el día del encuentro.

Negro Vachino

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