domingo, 5 de diciembre de 2010

El inspector lee Paul Auster

Pensar en el movimiento no meramente como una función corporal, sino como una extensión de la mente. Del mismo modo, pensar en el habla no como una extensión de la mente, sino como una función corporal. Los sonidos emergen de la voz para entrar en el aire y rodean y rebotan y entran en el cuerpo que ocupa ese aire y, aunque no pueden ser vistos, estos sonidos son gestos, del mismo modo que una mano extendida en el aire hacia otra mano es un gesto, y en este gesto es posible leer el alfabeto entero del deseo, la necesidad que tiene el cuerpo de ir más allá de sí mismo, incluso mientras habita la esfera de su propio movimiento. A primera vista, este movimiento se nos antoja azaroso. Pero dicho azar no impide, en principio, la existencia de un significado, una impresión firme de lo que sucede, momento a momento, aun cuando cambia. Describirlo en todo su detalle no ha de ser ciertamente imposible. Pero harían falta tantas palabras, tanto flujo de sílabas, frases y cláusulas subordinadas, que las palabras se arrastrarían siempre a merced de lo que sucede. La voz que describe ese movimiento seguiría hablando, sola, oída por nadie, naufragada en el silencio y la penumbra. Algo sucede y a pesar de mí mismo quiero estar presente dentro del espacio de este momento, de estos momentos, y decir algo, aunque vaya a ser olvidado, que forma parte de este viaje durante el tiempo que haya de dudar dice Paul Auster en el libro que se titula Pista de despegue (poemas y ensayos 1970-1979).

Sergio Evaristo agarra el libro con la palma de la mano izquierda y camina. La muchedumbre en la ciudad no lo mira ni lo observa. El humo de los escapes le sacude la alergia. Sopla fuerte un estornudo en el medio de la entrada de los primeros veinte escalones del edificio. Sube apresurado, sediento. Prende un largo cigarrillo negro de una marca más que conocida mientras espera el ascensor. En la radio del pasillo suena una canción de The Cure de la que no recuerda el nombre. No es de las conocidas. Por eso le resulta extraño que suene en la radio. Se ríe de algunas ocurrencias escupiendo el humo denso y los números siguen bajando: nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, planta baja. Sergio Evaristo deja bajar varias personas y sube al ascensor con el cigarro antorcha entre dos amarillentos dedos de la mano derecha. Aparece una mujer madura, atractiva. Ni bien entra dice fastidiosa: ACÁ NO SE FUMA, GUTIERREZ. Sergio Evaristo la mira con sorna, cierra la puerta, pega una buena chupeteada a su tabaco turco maloliente y suelta la interminable peste de mejillones a la provenzal con humo por la nariz diciendo: DOCTORA, DEJEME DE JODER!! La doctora saca de la coqueta cartera verde musgo unos sedosos cigarrillos de canela, jengibre y cogollos de menta. Prende esa aguja tóxica naturista. Los dos se quedan segundos, callados en el cubículo subibaja, esperando que se abra la puerta al paraíso de las oficinas del noveno piso. Antes, el ascensor para en el quinto y sube un hombre muy prolijo, trajeado con pinta de juez o abogado de lujo con garras afiladas para la rapiña. La doctora y Gutierrez susurran bocanadas displicentes sobre las espaldas del hombre del traje gris (no es este el de Joaquín Sabina). Julio sigue fumando. La doctora también. Casi provocan al hombre impecable que habla sin mover prácticamente los labios, parece un ventrílocuo: APAGUEN ESAS PORQUERIAS. Gutierrez le hace caso: tira el cigarrillo en el piso. Luego se toca la incipiente barba de dos días y se queda callado mirando su propio rostro, cansado en la serie de reflejos que rebotan en el espejo minúsculo del ascensor en los tribunales de Atnasasor. La doctora hace lo mismo sin rascarse la barba. Los tres bajan, no por caballerosidad sino por orden de importancia: el Diputado Olleos, la Doctora Taborda y el Inspector Sergio Evaristo Gutierrez.
Negro Vachino

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