domingo, 4 de septiembre de 2011

Atnasasor y sus putas muertas

(Cuatro rufianes y una polaca - Jimmy Rodríguez)
En Atnasasor las mujeres de la noche revolotean en cada esquina y sus figuras jadeantes recorren las cuadras; no más que eso, ida y vuelta, ida y vuelta, patinando las calles como tigresas en celo encerradas en jaulas circenses de cien metros de largo. Sus cuerpos, la mayoría jóvenes, manchan con el colorido de los vestidos insinuantes el fondo de las casas cochambrosas. Las pintadas callejeras descascaran frases, letras y palabras desde las paredes olvidadas del barrio. Un tufo estercolero anuncia que una de las chicas está haciendo sus necesidades más imperiosas detrás de un árbol. La acacia es tan diminuta que apenas tapa a la niña cagando en el minúsculo verde restante entre calle y vereda. La nochecita es pesadumbre roja pardusca. Una luna agria asoma desde el nunca terminando edificio de enfrente y se camufla sobre los retazos de una acidez crepuscular. Silvia Pereira, la Coneja para amigos, algunos clientes e íntimos, es la madama del barrio. Su cabellera es larga y marginal. Sus ojos pintados resaltan en el brillo de la noche. Son felinos y anuncian deseo. El trote de los pasos es el quejido de los tacos. Las piernas son ásperas y conquistadoras. Sus manos juegan con el balanceo de la tarifa. Silba algún cliente buscando eco en un par de tetas. Nadie hace caso. Las putas caminan y caminan y caminan y en esa procesión trabajosa la soledad acompaña a cada una con ironía. Para los putañeros, el arrabal es exquisito. Para las chicas y niñas es el infierno. Un manojo de estrellas deja verse en el cielo ahora más negro que pardo. La arritmia en los pechos de Silvia parece querer decir algo. Llega otro auto. La madama se acomoda. En Atnasasor la zona roja es un lugar de casas abandonadas: el teatro del sexo pende del paso sumiso otorgado por espectadores indeseables. Si no fuera por la necesidad de la guita el éxodo de las mujeres hubiese comenzado. La multiplicidad de ladrillos derruidos de las construcciones no muestra más que el lánguido lamento del telón granate cayendo junto al resto diurno. En esta parte del pueblo ciudad de Atnasasor las risas y las lágrimas ahuyentan cualquier divina comedia. Silvia habla con el cliente y sube al auto. Arranca. Quién maneja es calvo como una roca cansada de ser pulida. La cara tiene aspecto de eclipse: parece por un lado el rostro de una buena persona; pero un par de cicatrices morenas le cubren parte del ojo y la boca, del lado izquierdo, y anuncian malos modales. La Coneja Pereira no se asusta. Conoce al Ferretero desde hace quince años. Lo conoce arruinado y sombrío, consecuente con su vida masticada por las rutinarias salivas de la calle, por la misma vida que engulle las mañanas y vomita las noches. Lo conoce camorrero, asustado, huidizo y peligroso. Lo conoce malevo, ruin, condescendiente, siempre lúmpen. Los rostros se miran y no hablan. Se miran queriendo hablarse pero no tienen nada para decirse. Cada cual encarna las palabras cuando el habla no las escupe. El automóvil no emite opinión. Los rostros son diferentes. En realidad son iguales: pómulos salientes, dientes ordenados, bocas finas, orejas angulosas, narices aguileñas, frentes grasientas, cejas tupidas, pestañas exiguas, pensamientos anárquicos, mentes atrofiadas. A las pocas cuadras de andar el Renault 27 se detiene. La prostituta  pregunta ¿qué querés que te haga? ¿Te la chupo, Ferretero? Repentina, una puñalada fugaz le abre media panza. Por arte de magia y velocidad, antes de sangrar y esparcir las tripas por el asiento, el Ferretero la empuja del auto. La lengua balbuceante de Silvia se retuerce. Sangra por la boca. Meada y cagada encima por el terror, sangra por todos lados. Los intestinos desenrollados sobre el asfalto humean en la nochecita cada vez más oscura. Puta de mierda. Me mandaste al frente, puta de mierda. Antes de arrancar, el Ferretero escupe en la cara a la moribunda Coneja Pereira.

Negro Vachino

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