domingo, 26 de junio de 2011

Emilio declara sus lamentos

(foto: Micaela Depetris)
Me llamo Emilio Auditto. Soy morfinómano y por supuesto que no maté a Olga Smith. Vivo solo. Estoy divorciado. Tengo tres hijos independientes, chicos a los que ya no mantego. Un hijo vive en Barcelona; tengo una hija en Brasil y otra en Lihué Calel. Cumplo años todos los veinticuatro de noviembre de este tiempo que me azota y divierte. Recuerdo mi cumpleaños como un hecho y alegría real desde los cinco pirulos. No sé si tiene que ver con esta puta declaración antes estos flores de botones y alcahuetes pero voy a decir cualquier cosa que tenga ganas. Mi cumpleaños me pega mal desde los ocho, cuando se electrocutó la perra de casa abotonada con el Pirata, vecino de casa de la esquina, la de los vascos Erzún. Mojados como estaban de los baldazos de agua que le habían tirado las viejas que pretendían separarlos de semejante enganche y calentura pero de alzados tocaron un cable pelado, suelto vaya a saber uno porqué. ¿Qué no diga boludeces y vaya al grano me pide, Taborda? Desde ese espantoso día decir que los veinticuatro de noviembre festejo la edad es mentira, casi una burla grotesca. Sufro cada puto cumpleaños al agregar anécdotas nefastas, muertes dolorosas de amigos y conocidos cercanos, sucesos difíciles apuntados a un sol, trescientas y pico de lunas ajenas y justo esa noche pasan cosas extrañas, siempre trágicas y extrañas, inverosímiles para cualquier mortal, un sacudón de ondas negativas, tragicómicas, nefandas, hostiles para tantos años de oprobios en la exacta y nunca esquiva fecha de cumpleaños. Y no me voy a callar. A los diez, la malaria posterior a la perrita carbonizada fue otro adiós mínima alegría: a la abuela Esther le reventó un sifón en las patas, por la artritis y el piso recién lustrado se resbaló y todos al hospital. No caminó durante siete meses. Después mejoró pero estaba vieja y luego aburrida; al tiempo, murió.  Con los compañeros del colegio, en séptimo grado, fuimos a un viaje de egresados por las bellas playas de esa hermosa ciudad Carlos Sigfrido Páez y yo soplaba velitas en el ínterin. Por alguna oscura razón del más allá (personalmente considero que es un poco más de lo mismo como el más acá) me desmayo para enroscar mi psique en varios desmayos consecutivos, nauseabundos, dolorosos y arruinar el fin del viaje adolescente. Puedo contar varias similares y otras peores: sórdidas tardes escaldadas con ojos llorosos impotentes, casi resignados, soñando el imposible cercano próximo festejo que sea festejo y no un farsante melodrama. Cumplo todos los veinticuatro de noviembre y ya tengo unos cincuenta y cinco en el lomo. Durante el resto del año ando muy bien, todo normal, vida común y silvestre. Hasta que llega puntual la fechita. Nunca va a fallar, olvídate. Alguna pajereada va a suceder. O sino algo más peligroso. Ahí no me gusta nada. No sé que hacer. No sé por qué cuento esto. ¿Olga Smith? Sí, la conocía. Conseguí morfina de la boticaria por medio de otra persona. ¿Quieren saber el nombre de esa otra persona? No es ningún misterio ni delito. Mi ex mujer, Carla Rodriguez. Trabajaba de empleada en la farmacia. Venta al público. Algunas veces Olga le dejaba llevarse diez o quince gramos para satisfacer sus largos cuelgues de descansos merecidos. Ustedes me conocen. Soy morfinómano desde los catorce años. Saben mi pasado y presente. Ni yo sé el futuro. Pasé casi por lo menos dos años y medio sin ver a Olga. Después murió. Me enteré por ustedes. No me hinchen las pelotas y déjenme ir a casa.     
 

Negro Vachino

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