domingo, 17 de abril de 2011

La doctora Taborda

La doctora Taborda desde hace rato no piensa en otro tema que en la menstruación ardorosa que la está inquietando y en flashes profundos de la muerte atolondrada y misteriosa de Olga Smith. Sentada sin los zapatos, con las piernas haciendo puente con el borde de la mesa, destila humo y marca el interno siete. “Gutiérrez, venite. Quiero hablarte del caso Smith. Bueno. No te cuelgues entre divagues y esos puchos que fumás”. La doctora Taborda se calza los lentes, agarra unos papeles, se recuesta aún más en el sillón y comienza a leer el expediente. La adicción de la mujer le vuelve a llamar la atención por enésima vez. ¿Por qué adicta a la morfina? Hacía treinta años que el gobierno de Atnasasor arrasaba con el tráfico de drogas duras y era casi imposible conseguir o producir opio y amapolas con todos sus derivados científicos posibles. Enseguida le viene a la mente un cuervo flaco, uno de los pocos traficantes de heroína caminantes de Atnasasor, el Ratón Auditto. Tal vez anda muerto en vida por los  bares y cantinas de esta ciudad o en algún pueblo eructando dulces aromas de Fernet Branca. Auditto era buen tipo pero bocón. Un lumpen obediente, una chicharra que casi siempre cantaba algún puterío. Taborda marcó un teléfono en el acto. “Saitoa?? Que tal. Sí. Buenas tardes. Ubicame los archivos de Emilio Auditto. Le dicen Ratón, el Rata. Sí, ese mismo. Buscalo. Avisame Saitoa. Chau”. Le picaba un cosquilleo al pensar en tenues pistas y averiguaciones. Siempre le pasa lo mismo cuando arranca un caso. Mira el reloj en la pared. Le da lo mismo la hora. Se siente cansada y cada vez más incómoda. Suelta su larga cabellera sobre la espalda de pecas como piedritas de colores sin colores, todas marrones. Rasca con fuerza el cuero cabelludo y sigue pensando en Alberto, su marido que la espera a la noche en casa para escuchar unos tangos de Fiorentino/Troilo y comer un pescado rico al horno. Y también  en los hijos, José de once años y Hernán de cinco. Siente que es una madre buena pero sin afecto hacia los hijos, y no porque no los quiera. Su forma de ser fría, distante, le patea en contra. Cree que es peor la falta de afecto que la bondad en la maternidad. No le sucede. Sin renegar de su vida, con el lastre del déficit de aunque sea una mínima demostración de cariño, sufre con ella. Juega con la mano y la colita para atarse el pelo. Se le ocurre pensar en si está manchada. Se para y al mismo tiempo despega el pantalón con la otra mano y fisgonea el fondo del apósito. Se palpa la húmeda hendidura. Indispuesta, sólo quiere pensar en Olga Smith pero no puede, otra vez no puede. La bombacha no se mancha. Lee los informes como si estuviera leyendo un diario. ¿Por qué murió así Smith? Es la pregunta que le picotea en la cabeza sin obtener resultados siquiera positivos, dignos de seguir en el horizonte investigativo. En el conmutador marca otro interno: el doce. “Sí, licenciado Olleos. Perdón, señor diputado Olleos ¿nos podemos ver en quince minutos? Gracias, en un rato venga para acá”.
El diputado Claudio Ricardo Olleos es uno de esos políticos que venden y compran a la madre diez veces seguidas, matan los perros, compran documentos y votos, infringen la ley como si nada, hacen cualquier cosa y jamás mueren en el intento ni van a la sombra a purgar sus deslices. De tez blanca y pelo rubio, con corbatas de colores brillosos, de modales berretas y con el cuello de la camisa siempre impoluto, como si no transpirara, oriundo de las alcantarillas más hermosas y hediondas de Atnasasor, a los ocho años fumaba dos atados por día de petardos con canela y limón. Desde chico fue muy amable, con un brillito en la mirada que lo hacía estar por encima del resto. Avispado, jocoso, se desvirgó a los nueve con un yiro famoso en la ciudad, la Stella Mari, conocida como la Concha Jineta por la cantidad de tientos y porongos que había domado con sus cuatro labios de princesa pulpo buco vaginal en la ciudad de Atnasasor. Claudio, un rey del medio pelaje para abajo, con aptitudes sublimes para entrar y caer bien en las charlas sociales y entrar y sacar de mejor forma en todo lo relacionado a cuestiones ajenas, sobre todo las estatales que nadie controla, o mejor dicho que todos controlan para llevarse el correspondiente y bendito porcentaje a casa; llámese viáticos, presupuestos, vueltos, adornos, guirnaldas verdes de dólares, etcétera. Eso si, entrador como él solo, simpatiquísimo. “Si, doctora, qué cuenta? Sí, por supuesto, voy y hablamos. En quince, ok”. 
 

Negro Vachino

1 comentario:

Anónimo dijo...

Promete Vachino. Avanti y saludos!!!

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