domingo, 25 de julio de 2010

Sudestada

La llegada del agua se hace interminable cuando el arroyo Paicarabí se ensancha. Rostros neutros, los tres esperan y saben: la casa es un refugio inhabitable, un recuerdo, no existe tristeza ni futuro en ellos. El ramaje esbelto de los árboles se desprende entre restos de trastos viejos, filtrándose en las grietas de los ladrillos.
Quizás viajen a la ciudad buscando el filo de las calles de tierra y la caminata se perderá en los cruces, en los barrios y en los autos pensarán en la puerta de madera y la cadena, en el cierre del candado, los chapuzones de verano, las inundaciones y el compás oblicuo del río.
Javier piensa en el colchón despanzurrado. Nora en sentarse en la vieja silla de peluquero. Raúl en la fotógrafa. Los tres esperan y saben. La odisea que nunca termina de llegar los mantiene vivos. Inmovilizados en ese instante captan el letargo de las ruinas: se niegan abandonar la cobija de esas paredes; las maderas ya no crujen, quedan un par de vidrios intactos.
El motor gritón de la lancha colectiva escupe a lo lejos. Los tres esperan. Llegar y ver la costa, girar las cabezas como gorriones y preguntar por el silencio y los ruidos. Cuatro ojos azules y dos marrones. En bajarse y correr lejos del agua.

 
Negro Vachino

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