Dónde está el poder, ésa es la cuestión

Tal vez lo más rico que dejó la exposición de Néstor Kirchner en el programa “6,7,8” no hayan sido sus denuncias –que podían peverse–, ni sus chicanas a los enemigos, ni sus referencias a la coyuntura de la “conspiración”, sino el modo en que –quizá por primera vez en boca de un ex presidente de la democracia– puso al desnudo cómo se toman a veces las decisiones en medio de un juego de presiones de los factores de poder.
“Hay que contarle las cosas a los argentinos, no dramaticemos”, repitió varias veces Kirchner y tiró suficientes ejemplos de esos que la historia casi nunca pone sobre la mesa: el modo en que él mismo fue bendecido por Duhalde, el reclamo del matón bonaerense para que se frenen los juicios a los milicos represores, la exigencia de Magnetto para que una mujer no fuera presidenta, la “selección” de Cleto como vice-presidente.
Desde ya, todo tiene su efecto: lo que se hace y lo que se deja de hacer. Eso es política. Mucho más allá de lo que cada uno de nosotros pueda pensar de Kirchner, de su espacio y de lo que hace, sus descripciones del manejo del poder son una contribución a entender que no hay nada peor que la no política, y que es la política –y no otra cosa– lo que puede (a veces puede, porque la política a veces puede y a veces no puede) ponerle un freno a las corporaciones (mediáticas, militares, judiciales, eclesiásticas, incluso políticas); a los monopolios, al poder financiero concentrado y a todos los que de alguna manera cortan el bacalao y se reparten la torta (es decir: tienen el poder).
Aunque los dichos de Kirchner no son precisamente revelaciones –en general, sin ingenuidad, todos sabemos de ese tipo de presiones e intereses en juego– no está mal insistir en recordarlas, porque es muy de argento clasemediero depositar todas las miserias y carencias que arrastramos –como sociedad, como ciudadanos– exclusivamente en el político de turno, que así como puede ser velozmente convertido en héroe también puede ser fácilmente volteado de ese pedestal. Hay una suerte de manía que nos lleva a convencernos, a veces, de que los resultados de la acción de “un político” (de los políticos) son consecuencia inmediata de sus deseos, como si no hubiera en el medio un montón de factores que atender.
En ese sentido, la clase política ha creado su propio boomerang: ocultando a los “vecinos comunes” los mecanismos del poder, escondiendo los verdaderos modos en que se toman las decisiones, manteniendo en reserva reuniones y negociaciones, no sólo ha privado a los ciudadanos de un conocimiento más profundo de la cosa pública, sino que ha despojado a los propios políticos de un buen argumento para parecer más humanos.
Paradoja nacional, los políticos han preferido, en su mayoría, no hacer política y sí conformar una corporación que se cuida las espaldas, que mantiene sus privilegios y que se perpetúa en el manejo de eso que –sin acertar del todo– llaman “poder”. Entonces, la política se volvió otra cosa, y sobre todo en los ‘90: no la mediación entre las necesidades o deseos de los ciudadanos y hacerlos realidad, sino una transa directa con los factores de poder para hacerles el juego a esas otras corporaciones. Más gerentes que políticos.
La política, más que la búsqueda del interés común, es entonces un modo de garantizarle a los poderes fácticos que seguirán cortando el bacalao y repartiéndose la torta.
De eso habló Kirchner. De dónde está el poder: “Cuando uno gana tiene iniciativa política, pero hay que mirar dónde está el poder. Yo era un pingüino que había venido del sur, que no tenía mucha relación con los factores de poder, con un país quebrado, uno tenía que andar sobre un hilito muy fino…”.
Y dijo, por ejemplo, que llegó a ser candidato presidencial atado de pies y manos: con un 1% de intención de voto, pactando con alguien a quien su propia compañera rechazaba (“pero si queremos construir, no nos queda otra que Duhalde”), con escaso conocimiento de ese campo de acción del poder real que atiende en Buenos Aires. Para diseñar la campaña –contó– el primer paso fue una reunión… ¿a qué no saben con quién?: con Héctor Magnetto, el pope de Clarín.
Y contó que, ni bien asumido, Duhalde le marcó la cancha y le dijo que tenía que lograr que la Corte Suprema de Justicia declarara la constitucionalidad de las leyes de impunidad. “Dejá que esa medida la tomo yo, así armo una base de sustentación”, le dijo Kirchner, según cuenta Kirchner. Y lo cagó: modificó la Corte, las leyes fueron inconstitucionales y los juicios siguieron.
En ese mismo sentido (la develación de los mecanismos que se ponen en juego cuando se toman decisiones que comprometen a todos) Kirchner contó que puso a Redrado en el Banco Central porque –según su interpretación– no le quedaba otra que ubicar a alguien “presentable” para el Fondo Monetario y los organismos financieros: “¿Qué querían? ¿Qué después del default lo pusiera al Flaco Kunkel?”, ironizó. Más miserable fue la opción de Cobos como vice-presidente: era el único radical K que no tenía reelección como gobernador en su provincia.
Obviamente, las cosas se pueden hacer también de otro modo, pateando el tablero, rompiendo lo establecido. Hay ejemplos, incluso exitosos, de experiencias en ese sentido, aunque desde ya siempre hay que hacerse de herramientas para resistir una reacción.
Pero estas líneas no tratan de juzgar si el gobierno K hizo bien o mal (ni en términos políticos, ni en términos morales), sino simplemente destacar que por primera vez en mucho tiempo un político y ex presidente cuenta de qué se trata –pero de qué se trata realmente– la política.
Desde ya, Kirchner cuenta la parte de la historia que él quiere, la que le conviene: puede contar –por ejemplo– que le dijo No al negociado que le propuso Clarín con Telecom, pero nadie le pregunta por Cristóbal López.
Igual, esto va mucho más allá de ubicarse en uno de los bandos: lo que un ex presidente acaba de poner a la luz son esas oscuridades, esas opacidades en que se deciden los destinos de los pueblos y que las historias oficiales presentan como cómodos consensos o prolijas aplicaciones de las leyes vigentes, cuando en realidad son brutas peleas de buitres por cortar el bacalao y repartir la torta.

J.P.G.