La botella azul

La botella de vidrio azulada usa de collares un reloj de los años sesenta, una banda elástica de las gordas y una pulsera china violeta medio transparente. La botella tiene en el fondo, bien metiditas adentro, once monedas argentinas de un centavo y esas once pequeñas perlas limadas por el tacto son algo así como nada para los buitres financieros y las hienas corruptas de esta época. En el cuello, la botella tiene una serpiente de cascabel, una cinta verde que duerme enroscada entre el lecho de figuras cobrizas iguales, y una pequeña llave Diamond que se trabó en el pico del envase al no poder pasar con sus caderas metálicas. Afuera, la ciudad acopia luces y sueño: la luminosidad exterior asoma desde las rajaduras de las cortinas y la botella filtra su luz marginal; en ese recorrido diáfano prende el vidrio y hace el efecto de una vela, con llamaradas ficticias y movimiento pendular. Nada más se escucha el viento de afuera, el silbido monótono que sopla la tierra. Miro la botella desnuda, apenas cubierta por collares, por la dieta de monedas y las curvas esbeltas. El reloj marca las tres menos diez: puede ser la tarde o la madrugada, el mecanismo se detuvo en la quietud de la noche y el remanso de la siesta, se ve clara la herradura de Omega entre las agujas a pesar de que el centro está viejo y amarillo por la condena del tiempo. Pienso que flota en mis oídos Annie Lenox, su versión de Train in vain para llenar este vacío, pero no. El suave ensueño viene a visitar este halo de sombras y la botella azulada en la habitación, en su páramo de cuerpos desnudos, reconoce que no importa la hora, el día o la noche, entiende que está vacía.

Negro Vachino