sábado, 30 de julio de 2011

Los hijos del Ferretero

(Foto: Micaela Depetris)
Atnasasor. Flor espinosa de pueblo ciudad es Atnasasor. Recuerdos, fantasías y vivencias. El inspector ama y odia esa ciudad de calles conocidas, miradas, risas, desatinos. Las luces de la ciudad siempre bajas, el crepúsculo pintado en ventanas y ventanales con figuras y tonos de flores y frutales, damascos, ciruelos, naranjos todos en hilera por las afueras del reino, las rutas se despegan verticales por varias puntas demográficas y el sol dormita allá en fondo cuando bosteza flujos de nubes rojo amarillas. Sergio Evaristo Gutierrez, el cojudo de Villa Luro convertido en policía, conduce frenéticamente por diagonales buscando la pista del Ferretero, famoso capanga de la zona norte, por delinquir y abusar del comercio contrabandeando llaves Stillson y Bahco importadas a precio de pepitas de oro en el mercado negro atnasasoreño. Quiere averiguar la versión del Ferretero. Quiere escucharlo decir la verdad, lo que sabe de la muerte de Olga. Ansía escucharlo decir aunque sea el nombre de un soplón, un soplete que embarulle el aire con anécdotas para terminar delatando algún responsable del hecho y el misterio. Frena en una esquina repleta de sauces llorones flameando entre el viento. Baja y golpea la puerta. El auto queda encendido, freno de mano puesto y escucha desde la radio un temita de Living Colour, Solace of you. De repente, una voz de niño contesta tenue, despacito y con miedo: mis papás no están. Se fueron hace un rato. El inspector golpea nuevamente la puerta con fuerza. Abrí pendejo!! No te hagás el pelotudo, ehhhh!! Abrí pendejo!! Silencio. La puerta se abre a paso de hormiga, invitando muy lentamente a pasar. Los bigotes del zorro en el desierto sienten algo fulero. La puerta se abre del todo y un escopetazo le sacude el hombro mientras se agacha herido en la clavícula y brazo derecho. Se tira y se cubre tras la pared. Saca el bufo lustroso y tantea el cargador. Carga. Oye unas corridas en el fondo de la casa. Suena otro escopetazo ahora más lejos. Y otro. Después varios más. Gutierrez grita: Policía de Atnasasor. Quiero ver al ferretero!! Escucha unos niños reírse. Intenta asomar la cabeza para ver mejor la situación y desde adentro lo convidan con otra andanada de perdigones. Por las dudas guarda el hocico. Dos escopetas. Por los techos bailan risas infantiles. Vení botón, puto. Vení a buscarlo al ferretero si sos tan macho. El inspector calcula que esos chicos no tienen más de doce o trece años cada uno. Son dos o tres. Hay uno que es muy calladito. Los conoce a todos desde que nacieron. Juventud perdida, piensa Sergio Evaristo. Agarra la matraca, asoma media jeta por la puerta y empieza a sacudir hacia las tejas, buscando voltear un tobillo o codo de los pendejos, dejados a traslucir entre los espacios de fierros y grifos de los tanques de agua en el techo de la casa. Dos escopetazos más de respuesta  y después un brutal silencio. Dura cinco minutos el silencio. Es terrible el silencio espeso. El silencio sin salida. El inspector aprovecha y carga el arma. Los hijos del Ferretero hacen lo mismo, cada uno con su escopeta. También ambos bandos marcan sus celulares. El inspector marca el número de la Central: mandame dos móviles a Villa Elvina y unaambulancia. Guayaquil y Peñaloza. Dale apurate. Los pibes llaman al padre. Habla Ricardo, el más grande con catorce años: viejo, tenemos quilombo. Me parece que se la dimos a un alcahuete. Te anda buscando. ¿Nos vamos por el sótano? Ok, abrazo. Los chicos bajan del techo con tejas inglesas color ladrillo y se meten dentro de la casa por uno de los balcones. Sergio Evaristo los escucha bajar corriendo las escaleras. Los pibes desaparecen de la casa. Otro silencio. El inspector se para y mareado trastabilla contra un sauce llorón. Se toca el brazo y lo siente empapado de sangre. Se arrodilla contra el árbol bendito y escucha la sirenas buscando su nombre. 

Negro Vachino

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