domingo, 20 de marzo de 2011

Los tres bajan

Nº5, Jackson Pollock, 1948.
Los tres bajan, no por caballerosidad sino por orden de importancia: el Diputado Olleos, la Doctora Taborda y el Inspector Jefe de la Policía Sergio Evaristo Gutierrez. Bajan y cada uno sale disparado para su reducto trinchera de investigaciones de la Justicia para hacer la ciudad cada día un poco más injusta. Atnasasor es el lugar donde todos fuman, hasta los niños recién destetados mascan tabaco de frambuesas y piquillines. No es ninguna novedad que cada cual en su pequeño despacho marrón, falto de oxígeno y ventiscas, oscuro por las pilas de carpetas y papeles, encienda su mamadera de humo. Olleos mete fuego a su pipa de roble quemando hebras de tabaco con pizcas de avellanas y nueces. La doctora Taborda comienza a dejar marcado el rouge en un nuevo filtro de cigarro dulzón mentolado. Y Gutierrez hurga el atado de Milis Porris en el bolsillo izquierdo de la camisa. Busca fuego en el cajón del escritorio, prende la computadora portátil, deja el celular sobre la mesa y chupetea la momia beige áspera con semillas turcas de marihuana fermentada en ginebras y anises. Piensa en la investigación y piensa que se esta volviendo loco, enfermo, por no encontrar respuestas. Busca de nuevo en el cajón y saca una maderita de palo santo, no más grande a un dedo,  la quema para que el humo trepe por la oficina y cambie la mala racha, el tufillo del ambiente. Otra terca serie de estornudos alérgicos le colman la paciencia. Piensa y trata de relajarse por varios minutos. Suena el interno del teléfono sobre la mesa. Hola, quién habla. Doctora? No, ahora no. Después voy. Cerca de la biblioteca infinita clava la vista en el almanaque inquiriendo el motivo del crimen y habla por el conmutador: Rivadineira, traeme unos tostados con un jarrón de café. Son las tres de la tarde, mujer. Estoy cagado de hambre. Note olvides el vaso con soda. Una tímida respuesta avecina las disculpas de su secretaria Gladys: en diez minutos tiene todo. El Inspector jefe Gutierrez recuerda lo buena que se está poniendo Gladys y con las ganas que se la pondría de nuevo pero le cruza por la cabeza, como un hachazo en la frente, la escena siniestra de la mujer baleada en la casona junto a sus perros, el ovejero y el boxer, los dos con la lengua afuera, los ojos trabajados por las manos de un Dios taxidermista repartiendo relleno de vida eterna, la señora con los ojos abiertos y sin calzones, acostada de cucharita, un perro atrás y otro adelante, copulando sin tocarse. ¿Es un mensaje? reflexiona Sergio Evaristo a la vez que deja una vez más el cigarrillo en el cenicero de cerámica con el escudo de Racing bien quemado en el medio. ¿Una venganza? dice en voz alta obnubilado, ya sin carburar, quemando hipótesis y pensamientos de problemas sin soluciones.
Olga Smith tenía cincuenta y cuatro años cuando la policía suburbana de Atnasasor, siempre vestida de verde y naranja, la encontró en posición cuasi fetal con Otto y Bélgica, sus perros de noventa dientes. Ocho tiros entre la pelvis y los pechos habían reventado sus órganos vitales y la tanga, que dejaba verse por las marcas de las finas líneas blancas que el sol no llegó a quemar en el verano, nunca se encontró. Los perros tenían tres tiros cada uno entre el cuerpo y la cabeza. La señora Smith vivía sola, excepto Gloria la casera, una gorda paraguaya simpática hasta en el interrogatorio. En algunas declaraciones vociferaba que a la señora Smith le gustaban los amantes porque ya no aguantaba maridos. No tenía hijos. Era farmacéutica, esbelta, con un físico privilegiado y morfinómano (era drogadicta a una sustancia fuera de época; ella misma preparaba el alcaloide en repetidas ocasiones, casi siempre intentando ser equilibrada con las dosis). Familiares lejanos y amigos fieles, todos opinaban sobre Olga como una mujer sencilla, solidaria, ajena a meterse en cosas de otros, de buen pasar y convicciones firmes. Gutierrez estira los brazos y se impacienta por el café y los tostados. Deja de hojear el informe y lo apoya en el teclado. Estira la mano izquierda y con el dedo índice aprieta la teclita. Rivadineira, y lo que te pedí?? Por favor!!! Al instante entra Gladys con toda su belleza por la puerta. Permiiiiiiisooo. La bandeja decorada con dibujos de azucenas y alelíes alumbra apenas el sórdido despacho. Gladys es una hembra que se parte de buena y los dos lo saben. La secretaria se acerca y provoca un roce casual de rodillas al servir el café y los tostados. Por último baja el vaso con soda y se entrega. Venís a dormir a casa hoy a la noche?? Gutierrez mira lo que escucha. No puede creer que esa mina le de bola. Suave le toma la cintura con cariño. Sí, negrita. Preparate algo rico. Rivadineira le da un beso corto en el pelo y se va contenta.

Negro Vachino

1 comentario:

Lector dijo...

Está bueno como comienzo Vachino, pero nos dejaste con las ganas!!!

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