domingo, 8 de agosto de 2010

Un idiota en tren

Santiago necesita el día para viajar al centro de Buenos Aires. Debe arreglar unos papeles para la futurísima jubilación. Su compañera de trabajo, Débora, no tiene problemas. Santiago toma el tren en la estación Virreyes y las imágenes pasan rápidas, furiosas, como las ruinas de las villas miserias bajo las nubes. La lumbre del sol testifica la escena de chapas, paredes en falsa escuadra, pobreza y carteles chuecos. En el laberinto de calles el ruido baja desde los zorzales con su canto amargo y melódico; los ranchos con paredes de machimbre añejo y con ventanas de nailon pintados, multicolores, albergan por dentro seguramente unas manos sucias que aceleran el fuego con maderitas de cajones y juegan con el mate, acomodan la pava y escupen el primer sorbo sobre el piso de tierra. Santiago, al compás del paso de las barriadas por el ojo de la ventanilla, piensa en el tiempo de los relojes que no tiene y al absurdo tic-tac enfermizo de los segundos, piensa en Jacinta y en como le irá a Platense en el campeonato, en la rutas patagónicas que imaginaba de chico, en la vida diaria, en las piernas de las mujeres y en las fantasías del Fósforo: hacer un trineo con ruedas tirado por un rejunte de perros vagabundos y así andar por las calles, avenidas y callejones de cualquier ciudad que se piense.


El tren para en la estación La Lucila. Sube la gente y arranca lento como un ofidio beodo y ponzoñoso que se despierta de un letargo secular. Santiago suspira con las tetas de una flaquita y cuando observa hacia afuera ve los tapiales de los fondos de las casas que dan hacia las vías, las pintadas ofensivas de los gremios ferroviarios, los restos de las edificaciones y el cielo limpio y perpetuo. Luego ágil, fija el pensamiento en los deseos de un viejo rengo y sus largas plegarias por limosna, sobre las imaginarias muletas cobrizas escucha… una ayudita por el amor de Dios, pido una ayudita por el amor de Dios, hermanos, una ayudita por el amor de Dios, no puedo trabajar, una ayudita por el amor de Dios… Santiago no cree en el rengo, en esos ojos sin color el viejo parece tener una historia tuerta. Santiago no deja de observarlo y desglosa las anécdotas físicas del rengo: el cansancio por la humedad, el hastío que le regala a su mujer moribunda en la casa sin rejas de Carapachay, el palo deshuesado de hockey que usa de bastón, el hilo que mea por la próstata inflamada, las peleas con los novatos que suben a pedir y ese viejo que inspira lástima en las monedas de una señora es el mismo viejo que se pajea enfrente de una púber de trece años, una noche de invierno del mes de julio, con el frío que jamás llegaría a ser nieve, en un tren semivacío rumbo a Tigre; y en la pierna más corta, diferente, representa el mismo momento cinco años después cuando la casualidad reunió nuevamente al viejo rengo y a la niña, ya adolescente, en otro tren rumbo a Tigre, y en ese otro viaje, ni semivacío ni de invierno, la piba lo putea desquiciada ante el recuerdo vivido, lo putea con el furor de ser más fuerte, con la certeza de estar viendo la decadencia de un viejo pajero.


Santiago piensa que la vida de las personas vaga en una kermés colorida y deprimente. Las náuseas del asco que siente se pierden entre los asientos y en el armazón del vagón Santiago explora una vez más las sensaciones que le provoca el viejo chatarrero: la necedad atraída por los años, el gusto por la colección de canarios, la bicicleta perdida en el galponcito de atrás, las cicatrices mal curadas por dos operaciones en la ingle. Santiago se sobresalta cuando aparece, melodiosa, la música de un violín y un charango. Suben dos chicos a tocar. Juventud argentina hippie y moderna. Tocan Eleanor Rigby, el vagón aplaude. Y pegadita, Let it be en ritmo acelerado. Ovación. Pasan la gorra y Santiago encuentra una cara familiar entre los pasajeros del Mitre. El incordio de una posible conversación le explota en la cara. Se refugia con los nervios en la concentración y el volúmen del mp3. Siente las palabras de los pasajeros como un zumbido errante: parecen palomas, gorriones, grullas delicadas, polillas, helicópteros. No mira más para ningún lado, no habla, apenas escucha la música del aparatito. El terror de saludar a alguien conocido lo perturba. Prefiere pensar lo peor de algo trivial. Prefiere ser el idiota anónimo que es. Prefiere criticar antes que ser. Prefiere ser un cobarde en su reino: es menos esfuerzo, siempre es más fácil.
Negro Vachino

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Habrá que establecer un parangón entre el tuerto que no fue abductado por sus carencias físicas y morales y la historia tuerta de la que habla el negro. Estaría interesante.

Anónimo dijo...

ahora si antes no! que bueno que hablan de la pobreza un toque che,aunque sea el pseudoanónimo de negro vachino, que se esfuerza pero viste... habiendo tanto gil que construye nombre, a veces es mejor hacer el mayor esfuerzo en el tren pa no saludar a algun pelotudo, y seguir en el anonimato, no sea cosa..

santiago

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails