Mano a mano

Las pinturas esqueléticas que duermen en diferentes salas hacen que el paseo se transforme en una caminata imparcial, aburrida, la oculta mirada del desatino. Murmullos absorbentes comentan las obras, los cuadros colgados. Las viejas revolotean entre sus propias voces agudas y aclaman algo de Amedeo Clemente Modigliani; miradas atentas que reflejan en sus propios ojitos curiosos el trabajo y el tiempo de la vida presa en las telas, el agobio por la falta de movilidad. De pronto, un timbre con augurios de alarma y el gentío se amucha en pequeños grupos cancerberos. La figura del vacío humedece los gritos de los guardias. Se oye una voz, la reflexión del hecho:
-Hijos de Puta, se afanaron un cuadro.
Intentan observar los movimientos pero nadie se delata. La sombra en la pared muestra el tamaño de la pintura. Los huesos del marco yacen a la intemperie que forman el conjunto de piernas asombradas.
Una mujer enrolla hábilmente el Modigliani y lo mete en la mochilla. La sonrisa infesta dice que se está mandando una flor de cagada y le brota en la cara pero nadie sospecha. Va con paso firme y camina displicente hacia la salida. La mochila en la mano le cuelga desprolija, como a un pibe volviendo de la escuela. Al pasar el control de la salida ve las caras incrédulas, los alcahuetes atontados, el hocico perfumado de los que investigan oliendo todos los rincones del museo y a la chusma de estopa escupiendo alaridos de indignación, denunciándose entre ellos por cualquier prueba ridícula.
Por encima del asco posterior que genera la avivada de un delito, veo la imagen de una desconocida riéndose. Es increíble, pero veo pegar el óleo de Modigliani en la pared con cinta de embalar. Casi una burla para los coleccionistas. Sin marco, pegado con cinta adhesiva a lo bestia.
Como si lo estuviera haciendo yo misma.
Ahora.

Negro Vachino