Cuenta la historia que aquella vieja frase “el pueblo quiere saber”, tuvo mucho que ver con el nacimiento de la nación argentina.
La cita representa, más allá de sus múltiples interpretaciones y más allá de las variables de cada relato, la ansiedad de las masas por participar, por sentirse parte en los asuntos de todos, por ser tenidos en cuenta a la hora de determinar todo aquello que tuviera relación con lo que se ha dado en llamar “cosa pública”.
Desde entonces, pasaron los años y las épocas. Cambiaron las modas y los valores.
En la Argentina, la patética intromisión de militares hijos de puta en el gobierno –hoy se cumplen 34 años del inicio de la última de las dictaduras– terminó por generar un adormecimiento de la comunidad y la ciudadanía, que prefirió desde entonces mirar para otro lado y no meterse.
Aquel golpe de Estado, justamente, tenía esa idea entre sus objetivos. En los tiempos previos, la comunidad se metía “demasiado”. Había sectores revulsivos, jóvenes preocupados por la vida pública, sectores dispuestos a organizarse políticamente para que la sociedad se volviera más justa y más libre. Los militares llegaron, entre otras cosas, para ponerle coto a esa “intromisión”.
Lo lograron. Fueron “exitosos”.
Con el regreso de la Democracia dio la sensación de que regresaban –a su modo– algunas de aquellas viejas costumbres de participar y decidir y comprometerse con una idea que estuviera más allá del individuo. Fue un espejismo que duró poco tiempo.
El estallido de 2001, cuando se difundió el “que se vayan todos”, volvió a demostrarle al “pueblo”, a la “gente”, a la “sociedad”, a la “comunidad”, a la “ciudadanía”, que se podía ser protagonista. Se imponía entonces la impresión de que era posible, otra vez, soñar con que las mayorías estuvieran dispuestas a meterse en los asuntos de todos.
Fue otro espejismo. La indiferencia y el no te metás han vuelto a reinar, como contundente demostración de los desastres culturales causados por el neoliberalismo y el capitalismo salvaje. Las cosas nos pasan frente a los ojos y nadie reacciona.
Especialmente en La Pampa, los “dueños” de la cosa pública –vaya paradoja– hacen lo que se les antoja. Roban en nuestras narices, nos mienten en la cara, se calzan la ropa del Estado para abusar y amedrentar y todo sigue como si nada, gracias a que se ha generado un cóctel compuesto de malas costumbres, hastío, conformismo, también cobardía e ignorancia.
Las instituciones se han degradado, también, por culpa de esa apatía. Ese desinterés de los ciudadanos comunes por las cosas que están pasando se adivina cotidianamente: cuando la causa de las mujeres maltratadas no convoca como debiera, cuando se permite con absoluta despreocupación que reine la impunidad, cuando se avala con el silencio que un torturador o un delator sigan compartiendo la vida con el resto de la ciudadanía, cuando se consiente que los poderes que debieran ser independientes sean en realidad propiedad de personajes confabulados que representan el interés de unos pocos que hacen buenos negocios.
Esa es la lamentable herencia que dejó el sistema y el modelo instaurado en el ’70 por vía de las armas y en los ’90 por otra vía. El egoísmo, el materialismo, la codicia siguen ganando por goleada.
La culpa no es toda de los políticos, ni de los jueces, ni de los diputados, ni de los grandes medios. La culpa es, también, de cada uno de los ciudadanos que –por comodidad, por conveniencia personal, por costumbre, o por lo que fuera– en su mayoría prefieren la pereza, la indolencia, el silencio y mirar para otro lado.
Ahora, según parece, el pueblo no quiere saber.
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