domingo, 9 de mayo de 2010

El drimer


Se levanta del sueño a las tres de la tarde un día martes nublado, ensimismado en la transpiración de otra siesta lejana, bien cerca del puerto de Buenos Aires, semidormido calcula y enfoca el reloj con desdén y son las tres de la tarde, prende un sahumerio hediondo y atrás, pegado al calor de febrero, un cigarrillo, el ventilador y Charlie Parker para desperezar el cuerpo como un gato estirando los brazos y las piernas hasta despertarse y seguir el umbral de la heladera bajo el sopor que bombea la humedad típica de Buenos Aires, bebe con fruición de la botella y ese primer trago largo
de agua fría le recuerda que el sueño del que acaba de levantarse empapado es la sed de un hombre que vuelve hasta una heladera repleta de botellas con agua de la canilla, no se asombra de la ocurrencia, con movimientos torpes prepara la cafetera, una fotografía desde Río de Janeiro asoma de un alfiler que cuelga de un hilo atado a la ventana de la cocina, la observa melancólico para clavar la mirada en su nereida, aquella morena ninfa que abandonó de un cachetazo con vista al mar y que todavía, como adolescente, tiene pendiente del hilo bien cerca del vidrio ámbar de la ventana de la cocina, el jazz potente del vivo en Philadelphia del `46 disipa el instante repetido, nostálgico, las cenizas del cigarrillo van nevando el damero del piso, un mosaico blanco y negro antiguo, busca el cenicero y consigue encontrarlo, apaga el Philip Morris, el humo inútil trepa desde la brasa retorciéndose contra la chapa y ve en el reloj que son las tres de la tarde, siente el sudor de la siesta veraniega de conventillo de Monserrat y abre el paquete de galletas, la foto encandila el pensamiento, la mano se detiene en ese preciso acto, estaqueado en la mesa piensa en no pensar en el recuerdo de esa mujer ni en la postal, más le duele el golpe aquél en la arena de Copacabana que la despedida, idílico busca otro pensamiento mientras no lo altera el pájaro heroinómano y genial que revienta el saxo desde el equipo, el martes nublado se apaga para volverse tormenta, sirve el café en la tasa y sorbe el primer trago, se quema la lengua y prende el segundo cigarrillo de las tres de la tarde, recién se percata que el reloj no funciona, agarra la botella de agua para desviarse hacia el sueño de la sed anhelante por el trofeo infrugífero de la heladera y lo arrebata buscar la carta de ayer, volver a ver ese sobre con estampilla de un yaguareté amazónico que en su belleza presagió, volviéndose naipe, el odio del adiós, un cuatro de copas en la última mano, perder algo de amor que nunca tuvo pero anhela, la contradicción estúpida de remembrar la violencia del cachetazo como el broche y decepcionante punto final, después esas líneas escritas con letra desprolija que tiene en las manos y certifican una catarata interminable de insultos y venenos que emasculan el alma y el error del impulso malparido, bebe café mientras la tormenta busca envión con anuncios de diluvio, pita el cigarrillo y mira las galletas sin tocar, toma agua, hiperactivo busca el frasco de mermelada de mora y vuelve a sentarse, unta dos Criollitas y come una, agarra el café y le da un largo sorbo caliente, las nubes infalibles del aguacero pretenden caer para volverse vapor al tocar el asfalto hirviendo de la calle Moreno mientras el departamento se convierte en sauna, justo ahí canturrea el celular, busca el enchufe dónde lo dejó cargando, descuelga el cable de la batería y atiende, Hola, espera la conversa y nadie contesta, mira la pantalla y desconoce el número, corta, meditabundo va hasta el baño, prende el agua de la ducha y tira el cigarrillo al inodoro, echa una meada quejica, se desviste sin pausa y mira el celular, lo deja al costado del jabonero, corre la cortina y se mete entre las chispas internas del agua tibia, afuera la garúa va in crescendo y es más tibia todavía, a la distancia y en un hipotético corte fílmico longitudinal la lluvia penetra antenas, paredes, tapices, para mojar un cuerpo sobado por la humedad de la ciudad, con el sueño de la sed sin marchitar bebe gotas de la ducha que le pican las mejillas, algunas en particular se meten en los ojos y el pelo se pega a la cara, el refresco ácueo se interrumpe con el ring del teléfono, saca una mano desde la cortina y sin secarse lo apaga para que vuelvan imágenes del zurdazo con la mano abierta y el llanto de hiel que marcó a fuego lento esa memoria que no olvida, incapaz de olvidar semejante golpe enfermizo, hay dos mil anécdotas para terminar una relación y elige una excesiva, más que extremista, en esa absurdez flota la sensación de culpa que no puede drenar con la llovizna, menos con la sed del sueño de las botellas frías en la heladera, jamás con la excusa torpe del calor en la jungla edilicia de Buenos Aires y el agua cayendo dentro y fuera para no calmar en absoluto a otro hombre que sufre el tiempo, el segundo quizás que se equivocó en un acto reflejo imprevisible para un carácter pasivo aunque la vida sea así, segundos histéricos que pueden mutar en momentos incómodos, nudos difíciles para desatar una tarde caliente bajo la ducha…
Negro Vachino

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cierta persistencia de la memoria en cadaqués, tan lejos de la siesta porteña... daba para una fileteada entre el riachuelo y la isla Maciel, donde la mujeres amortiguan su mirada tras los visillos, a la espera de una cita... en penumbras como en un cuadro de Lacamera.
(Viscaino, Negro)

Anónimo dijo...

Con música de rezongo del bandoneón de Pichuco Troilo...!

vachino dijo...

siento que anhelan cierta mística porteña, conozco algunos textos memorables de joaquín gomez bas que recomiendo...la que me salió decir viene con brujería de jazz y percanta brasilera (no esta en la radio francisco fiorentino)...hay muchas siestas en buenos aires...gracias por escribir, saludos.-

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