El suicida anunciado

Las bicicletas se amontonan en el furgón, una pelea de rayos y manubrios, la pugna por el espacio. Gastón se desinfla. Torturado por los pensamientos de la muerte escucha a un vendedor ofrecer una caja de mentitas por un peso cincuenta. La mujer que ama y odia no está. Nunca existió. La vida de Gastón es un auténtico sinsabor que no sabe como explicar. Los vendedores ambulantes se suceden y ofrecen alicates, linternas, chocolates y candados. Mientras escucha a la gente pasar, siente la necesidad imperiosa de tomarse una larga y gorda raya de merca. Y después muchas, infinitas más, para anestesiar el paladar y lubricarse el alma con vasos de Blenders: los músculos tensos de la cara hablarán por sí mismos, la voz ronca emitirá una perorata infernal de estupideces y el chasquido de la lengua de reptil, sin saliva, será marca y estilo. Añora la cocaína mucho más que las mujeres.
La imaginación es un jacarandá que despliega su hechizo de pavo real sobre la breve historia. Gastón decide matarse. Piensa en la próxima estación, en bajar del tren y explotar, desaparecer, olvidar la soledad absoluta, su infancia mal curada, los años que vivió en Barcelona, la inglesa que nunca volvió a ver, la etapa comercial fructífera que desperdició, las humillaciones a Fernanda, el galope desenfrenado y ridículo por el túnel del alcohol, la pasión por las drogas de cualquier tipo y factor. Las cartas que lo atribulan desde temprano arden en el fuego de la memoria. Es un trompo enloquecido a todo y nada: luego de revisar sus pasos cae en el pozo ciego y terco de la abulia, la desilusión del fracaso. Sin resto, la vida huye.
En la próxima hora, en las inmediaciones de la estación Avellaneda, otro tren rumbo al sur lo arrastra ciento treinta metros. Tras el espasmo del maquinista, el chirrido de los frenos, la carne retorcida y la tozudez de las vías, aparece el silencio. Entre miradas chusmas e incrédulas se deshoja la esperanza cruel de un hombre.

Negro Vachino